Los rayos del sol comenzaban a filtrarse por las rendijas de la destartalada cabaña, recordándole a Eirya que un nuevo día había comenzado. El aviso, sin embargo, llegaba tarde: hacía ya varias horas que estaba en pie. Nunca había sido del tipo de persona que disfrutara alargando las horas en la cama, y menos aún en los días en que aguardaba el regreso de su hijo Jul, ausente en una de aquellas largas expediciones de caza que partían periódicamente del asentamiento.
Se ocupaba de las tareas cotidianas casi de manera automática: revisar las baterías del exterior, echar un vistazo al huerto, ordenar la casa. Las hacía sin pensar, no solo porque la rutina las había convertido en gestos mecánicos, sino porque su mente estaba fija en Jul, escudriñando una y otra vez la entrada norte del campamento, esperando verlo aparecer en cualquier momento.
Cerca del mediodía, mientras pensaba qué preparar para comer, salió hacia el mercado. A esa hora, la calle principal rebosaba de voces y empujones, todos en busca de algo que comprar para comer. Avanzando entre la multitud, le asaltó la duda: ¿debía preparar comida también para Jul? El pensamiento la obligó, de manera casi instintiva, a volver la vista hacia la puerta norte. Un suspiro profundo se escapó de sus labios.
Entonces, un estruendo sacudió el asentamiento. El bullicio se extinguió en un instante y, de inmediato, el caos se desató. Gritos, carreras, rostros desencajados. Eirya se detuvo en seco y giró la cabeza hacia el origen del ruido, que provenía más allá del muro sudeste.
No había duda. Se debía tratar de un nuevo destacamento de guerra proveniente de la gran ciudad de Mir, en busca de alguna de las enormes criaturas que, de cuando en cuando, aparecían cerca del bosque de Khanda.
En los últimos tiempos aquello se había vuelto casi habitual, aunque los pacíficos habitantes del asentamiento aún no lograban acostumbrarse.
El estruendo se volvió un susurro a medida que el ejército se alejaba dirección al sur, mientras, poco a poco, los habitantes del asentamiento abandonaban sus escondrijos y volvian a sus quehaceres.
Como cada martes.
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